Hace unos días
compartía con una mujer de mediana edad su proceso de enfermedad galopante, que
amenazaba seriamente su existencia y a quien la medicina oficial le había
dado un pronóstico de seis meses de vida.
Se rebelaba
ante lo que consideraba una gran injusticia. ¿Por qué a mí? ¿Por qué en este
momento? Preguntas sin respuesta, pero en el fondo no eran más que la expresión
de un enfado legítimo, de un quejido de dolor ante la gran adversidad que le
acontecía.
Veía a su madre
longeva sin ganas de vivir ya que se encontraba inmersa en el duelo por la
reciente muerte de su marido y sin embargo a ella que hace un año empezaba la
vida a sonreírle, pues había conocido a una persona con quien había comenzado
una relación prometedora, le parecía su situación una broma del destino de muy
mal gusto.
Sus propias
palabras manifestaban que lo que más le molestaba era la inmediatez de
lo que podía ser el desplegar de un proceso hacia una pronta muerte.
Pero
curiosamente esa misma inmediatez le empujaba a tener que encarar
situaciones pendientes, como la mala relación que tenía con su madre y en
última instancia resultaba ser un acicate para saborear con mucha conciencia,
lo limitado y escaso que se había convertido su porvenir.
Su situación me
servía de espejo y me ayudaba a tomar conciencia de con qué actitud encaro la
vida. Hay en mí una sensación, que creo que es compartida por la mayor parte de
mis semejantes, de que sin ninguna certeza, lo que me queda por vivir no es escaso.
Siendo esta percepción de tener un tiempo considerable de vida, la rémora que
devalúa la intensidad de cómo vivo mi existencia.
Es desde esta
perspectiva donde puedo reconocer el papel que juega la adversidad en nuestras
vidas.
Cuantas veces
he visto en mi práctica como psicoterapeuta que “aquellos malditos giros del
destino” se convertían en oportunidades para un mejor aprendizaje vital. Pero
también tengo que reconocer que he sido testigo de personas que en vez de
crecer sucumbían ante la aparición de importantes dificultades en su vida.
Sirva como ejemplo la ingente cantidad de personas atrapadas en comportamientos
adictivos- destructivos de nuestra civilización occidental.
Parece que
necesitamos sacudidas adversas para despertar de la indolencia en la que nos
encontramos.
En el modelo de
sociedad en el que vivimos aprendemos que el dolor psicológico debemos
evitarlo, negarlo, huir de él… Sin comprensión no admitimos el dolor, lo
vivimos como algo antinatural y lo convertimos en un enemigo del que hay que
escapar. Un comportamiento que perpetúa su existencia.
Me viene a la mente
una frase de Antonio Blay de su libro “SER” en la que afirmaba:
“Todo
aquello que no aprendemos por discernimiento lo tenemos que aprender por
sufrimiento.”
Tenemos que asimilar
que el dolor es parte natural de la existencia y que para su transformación
necesita de nuestra atención afectuosa desprovista de pensamientos, que estos lo
único que hacen es energetizar la vivencia del dolor.
Sucede durante
ese ejercicio contemplativo, que su desnuda observación nos conduce a la
evidencia de que la intensidad del dolor va remitiendo y que en última
instancia esto provoca su transformación. Resultando ser un sano ejercicio de
aprendizaje vital que nos puede guiar al contacto con nuestra Mente Profunda.
Para mí que me
encuentro implicado en un viaje espiritual, se trata de que decida vivir de
manera consciente cada acto de mi vida, no porque las circunstancias lo provoquen,
sino simplemente por una exigencia de autenticidad, de situarme más y más
en el centro de atención, que me posibilite dejar las proyecciones mentales y
vivir la vida tal como es. Creando las condiciones para facilitar la
experiencia y enraizamiento en nuestra Identidad Profunda Consciente.