Hace unos pocos meses he cruzado
la barrera de los sesenta, miro hacia atrás
y tengo la sensación de que el tiempo ha pasado muy rápido, por increíble que parezca me encuentro
entrando en “la tercera edad”, en la séptima década de mi vida.
Desde el punto de vista del
cuerpo físico no es una etapa fácil, porque nos vamos a ir enfrentando al
deterioro de éste, con la consiguiente pérdida progresiva de la imagen y la constante amenaza que supone el cumplir
años, ya que nuestras capacidades irán
mermando, mientras nos acercamos al final de la existencia del organismo, algo
que puede suceder cargado de limitaciones e incluso a veces, rodeado de dolor
físico.
Por un lado los avances de la
medicina prolongando la vida y por otro la existencia de anticonceptivos, están produciendo en Occidente una inversión
en la pirámide de población, nos encontramos con un porcentaje creciente de población
de tercera edad.
Paradójicamente en la sociedad
que vivimos tan centrada en lo aparente, hemos desarrollado
muy poca comprensión hacia esta etapa de la vida, relacionándonos con ésta desde
la aversión y la negación. Hoy en día
han crecido de manera considerable el número de servicios orientados a tapar
los efectos del paso del tiempo en el cuerpo físico, la eterna juventud es una
de las vacas sagradas de nuestra civilización, lo cual nos evidencia que estamos
en conflicto con el final del ciclo de nuestra vida.
Nuestra civilización ha perdido la
capacidad de valorar y reconocer a esta última etapa de la vida de la forma que
otras culturas, a lo largo de la historia lo han hecho. Reconociendo una sabiduría a las personas de edad avanzada
debido a su mayor experiencia vital, que se llevaban a cabo en las consultas a
los “Consejos de Ancianos” y que está presente en el refranero español con el
dicho “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
Si miramos como está diseñado el
ciclo vital del cuerpo físico, podemos ver diferentes etapas que una vida tiene
que recorrer para completar su totalidad: niñez, juventud, madurez y vejez. Toda
fase alberga su propio sentido, pero el problema de esta sociedad en la que vivimos
es que con la perspectiva tan superficial que tiene, le sobra este último
período de la existencia.
En realidad si no tenemos una
visión basada en la experiencia, que el deterioro y muerte del cuerpo físico es
un paso en el camino de la Vida, será difícil dar sentido a esta etapa. Para
quien no haya descubierto que dentro de cada uno de nosotros/as existe una
dimensión más profunda, que no envejece y que va a trascender la muerte del
cuerpo, esta “tercera edad” con sus dificultades puede ser una buena
oportunidad para dar con el profundo sentido de la existencia.
El envejecimiento supone la
pérdida de nuestras capacidades, generalmente de manera progresiva vamos
perdiendo aptitudes que nos hacen ser menos capaces en el desempeño de nuestros
roles: profesionales, sociales y familiares. Pero mientras nuestras
competencias para el “hacer” van disminuyendo
y este proceso no se dé con un deterioro cognitivo, este vacío puede
proporcionar un mayor espacio para poder descubrir y ahondar en la naturaleza
del “SER”.
Quienes estamos embarcados en un proceso espiritual, esta
última fase será un inmejorable campo de pruebas para ir soltando nuestros
apegos egóicos de manera consciente. Ya que durante esta etapa concluyente de
la vida, la realidad con la que nos
vamos a encontrar, va a consistir en una merma progresiva de facultades y en
última instancia con la muerte del cuerpo físico. En definitiva vamos a
perderlo todo en este plano terrenal, logros cognitivos, materiales, seres
queridos…
Hasta la fecha no he empezado a
sentir síntomas que me hagan constatar que me encuentro abocado en un proceso
de merma de mis facultades, aunque reconozco que simplemente será una cuestión
de tiempo. Pero considero importante
poder hacer una reflexión con respecto a qué cambios podemos llevar a
cabo, para que nos podamos encontrar en unas condiciones más favorables cuando
nos enfrentemos a posiciones vulnerables debido a la pérdida de aptitudes.
Hoy en día ante la deprimente opción que
resultan los geriátricos, están empezando a surgir experiencias alternativas a
estos, por individuos que se auto-organizan creando cooperativas de personas de
edad avanzada, para poder dar respuestas más adecuadas a sus necesidades.
Para quienes con una edad media
considerable, tenemos un compromiso con una práctica espiritual, puede ser un
buen momento para realizar una reflexión sobre la posibilidad de crear un
centro de desarrollo espiritual destinado a esta etapa de la vida. Un lugar
donde tanto los internos como las personas que trabajen estén inmersas en la
práctica. Donde seres queridos y personas que quieren participar como
voluntarias hagan servicio, mirando a la decadencia del final de la vida de
frente, un lugar donde nos podamos anticipar a aprender las lecciones que tiene
esta aparente adversa etapa de la existencia.
Un espacio que no esté impregnado
del miedo a la muerte, ni de esa tristeza resignada que se respira
ante el inevitable deterioro físico. Sino que sea un hogar en el que el faro de
la Presencia ilumine los corazones de quienes lo habitan, donde las pérdidas,
la decrepitud y la muerte del cuerpo físico no sean más que fenómenos adversos
que en vez de victimizarnos nos ayuden a desarrollar una comprensión profunda
de la impermanencia del mundo de la forma y que sirvan para consolidar de
manera progresiva el enraizamiento en nuestro Ser Real.
Hoy en día podemos empezar a
proyectar lo que podrá ser un refugio para cuando nos enfrentemos a las
limitaciones del envejecimiento, una comunidad de practicantes auto-organizada para la consecución de un
espacio físico adecuado, donde en torno a ese proyecto se vaya consolidando una
familia no biológica, en la que quienes incluso estén bien hagan cuidados para
los más desvalidos y sea un espacio para el florecimiento de la Consciencia en
este planeta.