El otoño va dejando su rastro, el anochecer se va adelantando, las
temperaturas siguen cayendo y para quienes viven más conectados con la
naturaleza, el espectáculo puede ser fantástico. Los árboles de hoja caduca se
preparan a hibernar, concentrando su energía vital en el núcleo y dejando a la
periferia con los días contados.
Envuelto en un proceso mágico de
transformación se encontraba el bosque esta mañana, la temperatura era baja y
no había viento, escasos eran los sonidos que me acompañaban, principalmente,
el ritmo de mi caminar, marcado por las pisadas y muy de vez en cuando en la
quietud del bosque resonaban discretos cantos de pájaros.
El espectáculo visual era un derroche de
formas y especialmente colores, la monotonía verduzca del bosque se veía
alterada por el cambio en la coloración de las hojas, fiesta que parecían
celebrar algunos árboles ante la despedida del ciclo.
Mi interior resonaba con el susurro del
bosque y así como esos árboles se disponían a navegar a través de este ciclo de
manera austera, yo también sentía un impulso hacia la interiorización, el
anhelo de disponer de un espacio de tiempo donde poder retirar mi energía del
mundo para poder concentrarme en lo que hoy en día es el sentido de mi existencia.
Ese desarrollo de conciencia que me conduzca de una manera permanente a la
vivencia de mi dimensión profunda. Algo atisbado pero difícil de consolidar,
pues la quietud hallada en ese santuario del aquí y ahora es frecuentemente allanada por la inercia
implacable de mi inconsciencia, que irrumpe de manera contundente en el espacio
sagrado de mi presencia.
Afortunadamente voy a disponer de una buena
oportunidad para llevar a cabo la satisfacción de este anhelo, un curso-retiro
en el que de manera intensiva nos dedicaremos a la práctica de la meditación.
Curiosamente éste comenzará después del solsticio de invierno, momento a partir
del cual la luz del sol en esta parte del planeta cambia de ciclo y se pasa del
día menos luminoso del año a que, de manera gradual, cada día tenga más luz que
el anterior. Hito tremendamente importante para civilizaciones anteriores al
cristianismo, en las que el desarrollo técnico era prácticamente nulo y la
mayor exposición al sol les iba a dulcificar de manera significativa la
existencia.
Me viene a la mente la siguiente pregunta.
¿Cómo es que aquellas civilizaciones que festejaban el solsticio de invierno,
eran capaces de percibir ese cambio tan sutil, ya que no disponían de
artilugios para realizar las mediciones oportunas? Por exclusión no me queda
más que entender que de manera intuitiva, aquellos seres humanos al estar tan
integrados en la naturaleza, su sentido de pertenencia a una Unidad Superior
les proporcionaba ese conocimiento.
En Occidente con la llegada del cristianismo
la fiesta del solsticio de invierno fue recalificada por la Navidad. De manera
simbólica, al comienzo del ciclo de la luz, se le atribuyó el nacimiento de la
referencia espiritual más importante de nuestra civilización y en mí surge una aspiración
de que la Luz de la Consciencia se exprese con más contundencia, para rescatar
a este planeta de las consecuencias de ir a la deriva de la inconsciencia.